
Galán me enseñó que se podía estar en desacuerdo sin lanzar una sola piedra, sin disparar una sola bala. Me enseñó que se debía ser vehemente en la defensa de los ideales propios, pero que a la vez era definitivo ofrecer siempre espacios para el disenso, con el fin de aprender y enriquecer las posiciones personales.

Gracias a mis padres, por supuesto, pero gracias a lo que conocí de Luis Carlos por su proximidad con ellos, aprendí que las normas se deben respetar, y que si se quieren modificar hay que hacerlo por las vías establecidas por el ordenamiento jurídico. Aprendí también a odiar la corrupción, aprendí a no tener puntos medios a la hora de criticarla, pero sobre todo aprendí a tener esperanza en Colombia (aunque aveces haya yo fallado a tan difícil tarea en un país tan jodido y desesperanzador como éste).
Por lo que significó para mí Galán, en vida, pensé en algún momento hacer política. El sistema y quienes intentaron hacer política junto conmigo me hicieron desistir de ello. Por lo que fue Galán durante todo mi periplo universitario (un arrume infinito de fotocopias y algunos libros que resumían o comentaban sus aportes a la política nacional), pensé que trabajar por los colombianos desde el sector público, sin hacer necesariamente política electoral, era la salida. Nuevamente, aunque espero que esta sea una sensación pasajera y que el tiempo y nuevas experiencias que están con seguridad en mi futuro me demuestren lo contrario, algunos a quienes vi ejercer cargos públicos en mi compañía y con mi colaboración, aún invocando el legado galanista, usaron las ventajas que ello les traía para enriquecerse y obtener un poder, que si hubiera dependido de su carisma y su verdadera vocación de servicio, nunca hubieran obtenido.
Recuerdo a Luis Carlos caminando, literalmente, Santander, cuando prefería bajarse del jeep descapotado que lo transportaba de Bucaramanga al Socorro mientras le acompañábamos en sus correrías políticas, su sonrisa para con la gente que le admiraba, su puño firme y su voz recia cuando atacaba a los corruptos y clamaba por una nueva forma de hacer política, por un nuevo país, su frente sudorosa cuando nos enseñaba a través de sus discursos que para cambiar lo que no nos gustaba de esta nación, para entonces tan atormentada, había que cambiar primero nosotros, en un acto altruista pero rentable para todos.
Recuerdo que gastaba horas de mis interminables días de vacaciones de primaria, en la campaña de 1982, haciendo dibujos de los afiches galanistas que evocaban también su "Renovación ahora o nunca".
Recuerdo incluso su última entrevista pública televisada en la que me sorprendió reconocer que alguien podía ser hincha de Millonarios y el Atlético Bucaramanga a la vez.
Recuerdo que durante los últimos veinte agostos me duele que su legado sea recordado sólo en esta época, tanto como me duele oir que políticos oportunistas invocan sus banderas para obtener votos y no para actuar conforme a ellas.
Recuerdo hoy que siempre me prometo no olvidar que en este país de odios ancestrales un valiente santandereano que quiso sinceramente a su nación me enseñó que a los hombres se les puede eliminar pero a las ideas no y que siempre adelante ni un paso atrás...
Hoy recuerdo como me he obligado a recordar durante los últimos veinte años, que Galán no puede morir, porque si le olvidamos, traicionamos el único discurso político verdaderamente audaz, honesto y sincero del último cuarto de siglo. Porque si lo olvido, traiciono al único político que cambió significativa y positivamente mi vida.
Ojalá su legado permanezca en los corazones de quienes entendimos, gracias a él, que este país puede cambiar, pero sólo a partir de los cambios que cada uno haga en su cotidianidad.